Una
aceituna reverdeciendo
En el
interior de su boca de carozo.
Cálido
abrazo de recién nacido.
Su amor
animal corría desnudo,
Lobezno y
libertino,
Por calles
sin bosque,
Por bosque
sin espinas,
Por espinas
sin tiempo.
Por la luz
que refractaba.
Una
peripecia, una perspicacia.
Abandonaba
la latitud inerte
Y se erguía
cual acróbata suicida.
Tocaba las
puertas del Cielo
Con los
nudillos de aguamiel.
Se deshacía
las mentiras
En las
herraduras erradas.
Contaba los
caballos del hipódromo
Para
mantener su insomnio.
Apostar al
que seguro perdía.
Voluntariamente,
se condenaba
Al
lacerante escozor del sexo ajeno.
La deforme
luna prisionera;
La carta
que no esperaba en la ventana…
Ya no podía
volver,
¡Era tan
tarde!
¿Qué sería
de las cenizas del mar
Del que habían
nacido los hombres?
Sólo la
gripe cotidiana podría llevarlo más allá,
A las sopas
tísicas de sus hijas,
A los
sudores fríos de sus viudas,
A los
mediosoles comidos de noche.
En el
desvelo del exilio.
Reparó en
sus errores
(Sin lograr repararlos):
Mal
monigote, pésimo carpintero.
Algo le
titiriteaba el desatino; quizás
Alguien le
tiritaba el alma.
Le
trituraba las venas saber
(Y saber
que si sabía no era).
No poder
contener,
Las hojas
del naranjo cayeron al suelo
(Llevándose
lo dado a luz).
Perpetua
agonía en los cañaverales,
En las
fosas sépticas…
Por suerte,
no en las redundancias.
Fecundarse
en otra tierra,
Acariciar
las hierbas tiernamente.
Gozo de
saberse cerca del germen de la vida.
No más que
otra paradoja.
Irrefutable
colmo de colmarse
La espalda
de paredes y el pecho
De puñales:
Su padre lo
esperaba a la salida del colegio,
Como
minotauro a la entrada del laberinto.
Pensó en
correr tan lejos…
En dejar
todo caer.
En no
seguir con las fatídicas reglas del juego
Y el
carretel de hilo de oro…
(Y la cadena del deseo).
Pero tomó
su mano.
¡Oh,
reminiscencia de infortunio!
Lejos
quedaban las horas dichosas
Que,
empero, prometían volver
(Por ser
dechado del padre
La dicha
supremísima).
Se suprimió
en el pecho
Lo que
quedaba de una risita irónica.
Aceptó
lloroso el corte falaz
Que
introducía su vida en el desaire
De los
cuerpos desorganizados.
Perdió la
libertad:
Su conjuro
fue el silencio,
Su maestro
lo que nadie le dijo.
Sus labios
se volvieron piedra
(Para besar
pies de dioses de otros
Sin sentir
culpa por traicionar su saliva).
La
mansedumbre le apolilló el alma
Y le pintó
el trajecito a rayas.
Cuando por
fin pudo atisbar al verbo,
Fue más
bien oír que le dijeran
“No saltes
en la cama”,
“No pises
el césped”,
“No sueñes
despierto”.
Pretendió
no hacer caso,
Rebelarse
como salmón y morir
Subyugado,
antes de volver a dar paso
En ese
camino tan concurrido
Que es la
voluntad del poderoso tirano.
Pero el
mandato se redobló,
Cual
campanada de velorio.
Le prohibieron
saltar de cama en cama,
Le clausuraron
las salidas naturales,
Lo
condenaron a dormir eternamente.
Devoró
libros y su propia carne,
Desterritorializándose
de afuera para adentro
(Ya que afuera
y respirar no congeniaban).
Progresó en
el camino que hicieron todos
(Puteando
bajito por no poder desdoblarse).
Murió
cuando el tiempo se arremangaba,
Cubierto de
escarcha reincidente.
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