sábado, 25 de febrero de 2012

Cubierto de escarcha reincidente.-


Una aceituna reverdeciendo
En el interior de su boca de carozo.
Cálido abrazo de recién nacido.
Su amor animal corría desnudo,
Lobezno y libertino,
Por calles sin bosque,
Por bosque sin espinas,
Por espinas sin tiempo.
Por la luz que refractaba.

Una peripecia, una perspicacia.
Abandonaba la latitud inerte
Y se erguía cual acróbata suicida.
Tocaba las puertas del Cielo
Con los nudillos de aguamiel.

Se deshacía las mentiras
En las herraduras erradas.
Contaba los caballos del hipódromo
Para mantener su insomnio.
Apostar al que seguro perdía.
Voluntariamente, se condenaba
Al lacerante escozor del sexo ajeno.
La deforme luna prisionera;
La carta que no esperaba en la ventana…

Ya no podía volver,
¡Era tan tarde!
¿Qué sería de las cenizas del mar
Del que habían nacido los hombres?
Sólo la gripe cotidiana podría llevarlo más allá,
A las sopas tísicas de sus hijas,
A los sudores fríos de sus viudas,
A los mediosoles comidos de noche.
En el desvelo del exilio.

Reparó en sus errores
(Sin lograr repararlos):

Mal monigote, pésimo carpintero.
Algo le titiriteaba el desatino; quizás
Alguien le tiritaba el alma.
Le trituraba las venas saber
(Y saber que si sabía no era).

No poder contener,
Las hojas del naranjo cayeron al suelo
(Llevándose lo dado a luz).
Perpetua agonía en los cañaverales,
En las fosas sépticas…
Por suerte, no en las redundancias.

Fecundarse en otra tierra,
Acariciar las hierbas tiernamente.
Gozo de saberse cerca del germen de la vida.
No más que otra paradoja.
Irrefutable colmo de colmarse
La espalda de paredes y el pecho
De puñales:

Su padre lo esperaba a la salida del colegio,
Como minotauro a la entrada del laberinto.
Pensó en correr tan lejos…
En dejar todo caer.
En no seguir con las fatídicas reglas del juego
Y el carretel de hilo de oro…
(Y la cadena del deseo).


Pero tomó su mano.
¡Oh, reminiscencia de infortunio!
Lejos quedaban las horas dichosas
Que, empero, prometían volver
(Por ser dechado del padre
La dicha supremísima).
Se suprimió en el pecho
Lo que quedaba de una risita irónica.
Aceptó lloroso el corte falaz
Que introducía su vida en el desaire
De los cuerpos desorganizados.

Perdió la libertad:
Su conjuro fue el silencio,
Su maestro lo que nadie le dijo.
Sus labios se volvieron piedra
(Para besar pies de dioses de otros
Sin sentir culpa por traicionar su saliva).
La mansedumbre le apolilló el alma
Y le pintó el trajecito a rayas.

Cuando por fin pudo atisbar al verbo,
Fue más bien oír que le dijeran
“No saltes en la cama”,
“No pises el césped”,
“No sueñes despierto”.
Pretendió no hacer caso,
Rebelarse como salmón y morir
Subyugado, antes de volver a dar paso
En ese camino tan concurrido
Que es la voluntad del poderoso tirano.

Pero el mandato se redobló,
Cual campanada de velorio.
Le prohibieron saltar de cama en cama,
Le clausuraron las salidas naturales,
Lo condenaron a dormir eternamente.
Devoró libros y su propia carne,
Desterritorializándose de afuera para adentro
(Ya que afuera y respirar no congeniaban).
Progresó en el camino que hicieron todos
(Puteando bajito por no poder desdoblarse).
Murió cuando el tiempo se arremangaba,
Cubierto de escarcha reincidente.

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