La flor que velozmente se marchita
Si se la despoja, depositándola
En el agua podrida donde nada crece.
La urgencia de las horas
-Más allá de su momento-
Pasa por lo que abate
El alejarse del propio eclipse.
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Ir despacio,
Como si al océano
Le faltase una razón
Para deshacerse de la tormenta que se cierne
Sobre sus alas de fuego verde; que se alimenta,
Reverberante,
De sus plumas de papagayo.
Pero no todo puedo, tiempo, padre de los eones.
Desgarrar mi garganta en este símbolo.
Este silencio con(c/s)entido de caderas,
De luces turbulentas, de un rojo que cuaja.
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Suéltame del pelo, incinerada miseria,
Que bajas escaleras a trompicones, saltos voraces,
Y te mancillas los pies de dama descorazonada
Que no riega ni retira las margaritas de los rincones.
Suéltame la cabeza, maraña de melodías
Que empujas corriente abajo el latido de mis manos.
Suéltame como a quien
Le dan libertad a mordidas.
Romperé el jarrón cristalino, aquel del agua vieja
Donde moría esa margarita pútrida,
Esas plumas descamadas del tiempo.
Me romperé contra un muro de presencias circenses,
Arrojándome sagaz desde mi altísima torre,
Para enterarme en esta muerte-colisión que soy de barro.
Conozco el vacío, amante.
Y aunque le tema, no retrocedo ni un segundo.
A las campanadas del olvido las cuento como a las gotas
Del mar, que me van devorando.
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