No ha lugar a la consumación violenta y mecánica de los
actos.
No ha lugar a la carne cuajándose en hierbabuenas, sobre la
lumbre.
No ha lugar a la oscuridad olisqueada, lamida, penetrada,
acurrucada.
No ha lugar a la comida recalentadísima en vísperas de
ciclos.
No ha lugar a las nuevas hojas blancas; mucho menos, a las ya amarillas y rayadas.
No ha lugar a esta secreta conjetura de que todo murió.
No ha lugar a un brindis, no ha lugar a la procesión de
fantasmas.
No ha lugar al módico precio de las folie á deux.
No ha lugar a la espera, a los llantos tras la puerta.
No ha lugar a la explotación proverbial del hombre por el
hombre.
No ha lugar a la destrucción minuciosa del hombre por la
mujer.
No ha lugar a la concatenación absurda de pronombres
personales.
No ha lugar a la humareda de sueños proféticos, a las plumas
jugadas.
No ha lugar a dios y su desfile de máscaras.
No ha lugar a las satisfacciones sustitutivas de este pulso
lánguido.
No ha lugar a la calle, al ladrido del cachorro, a la pelota
del niño.
No ha lugar a los regresos de ecuánimes cadáveres.
No ha lugar a la yerba secándose al sol, a la basura
procreándose.
No ha lugar a las presiones, a las pasiones, a los estrenos
en primera fila.
No ha lugar a los divertimentos con que se llena el intersticio
entre manecillas.
No ha lugar a la sumisión a las grandes proezas de toscos y
lejanos hombres.
No ha lugar al valsecito con los zapatos prestados, con la
novia prestada.
No ha lugar a la continuación de todo el repertorio de
tradiciones vacías.
No ha lugar a la defensa ciega de todas las creencias caducas.
No ha lugar a la vida -ninguno posible- ni agónico ni
comatoso.
No ha lugar a la muerte. Esta sí es la novedad.
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